el misterio del brujo de las tres mil flores 6

EL MISTERIO DEL BRUJO DE LAS TRES MIL FLORES (6)

¡¡Por fin el sexto capítulo de El misterio del Brujo de las tres mil flores!! Gracias por vuestros comentarios y todas las visitas que está teniendo el cuento. Me complace enormemente que os esté gustando tanto, es muy satisfactorio.  Espero que disfrutéis de este nuevo capítulo. Leerle el cuento a os más peques por la noche, demostrado está que es el mejor juguete. Y recordad compartirlo para que llegue a más lectores.

¡¡ Muchos besos para todos !!

 

Capítulo 6

 

el misterio del brujo de las tres mil flores 6El caballero empezó con ansia a comerlo todo al mismo tiempo. No podía disimular que hacía semanas que no probaba bocado. Apenas podía emitir palabra porque continuamente tenía la boca llena. La princesa Leonora, educada en los más estrictos modales, miraba pasmada y con asombro aquella ansiosa forma de comer. Don Carolo introducía en su boca grandes migas de pan, estando su gran boca llena de carne de buey. Bebía vino continuamente para facilitar la entrada del alimento hacia su estómago. Comía y comía dejando tiempo tan solo para respirar, coger aire y seguir degustando de aquellos placeres que le habían sido prohibidos.

La princesa Leonora comenzó sutilmente a probar bocado. Primero depositando algunos frutos secos sobre su plato y luego pasando a la tierna carne de buey que aún quedaba en la bandeja. Le daba apuro comer, porque había comido algunas horas antes, en cambio, aquel caballero llevaba sin duda mucho tiempo sin llenar su estómago. Durante muchos minutos todos permanecieron en absoluto silencio, sin atreverse a murmurar ni a hacer ningún comentario. Los criados estaban tanto o más espantados que la princesa ante esos modales tan poco educados. Quería contentar a su invitado, pero no daban abasto cambiándole el plato, sirviéndole más vino o limpiando los restos de comida que se le salía de la boca. Cuando se hubo saciado, pudo hablar:

− El brujo de las Tres Mil Flores se me apareció hace algunos meses.

La princesa Leonora dejó de comer para prestarle toda la atención. Carolo se limpiaba el rostro y las manos con la servilleta de tela aceptando que los criados le recogiera todo el desastre que había acarreado por su desosegada forma de comer. La princesa le incitó a seguir con su relato.

− Fue mientras dormía. En un principio yo pensé que simplemente había tenido alucinaciones porque llevaba varios días sin beber ni comer casi nada.  Se me apareció lleno de color  y en un paisaje cargado de exotismo. Caían cascadas de agua cristalina tras su figura, alrededor suyo revoloteaban pequeños pájaros de colores, los verdes árboles nos acurrucaban y nos daban sombra y yo tenía que procurar no pisar las alfombras de flores rosas y azules que se extendían bajo mis pies. El sonido del agua me hacía levantar la sed.

Detuvo unos instantes su discurso. La princesa hizo lo mismo y bebió un sorbo de su vaso. Observó cómo todos sus criados se concentraban en el Gran Salón escuchando las palabras del inquilino. Parecían como sacadas de un cuento de hadas. Tragó varias veces y continuó. En los exteriores del castillo la noche se había impuesto. Las aves nocturnas empezaban a tomar sus posiciones. El silencio absoluto se imponía como un dios. Se escuchaban casi imperceptibles los gritos de algunos grillos que parecían también escuchar bajo la ventana abierta. Las velas seguían emitiendo luces parpadeantes, recreando un ambiente de tenebrosidad que no hicieron más que erizar la piel de la princesa Leonora.

− Tuve que frotarme fuertemente los ojos para asegurarme de que todo era real y que no estaba siendo víctima de un sueño o de una fantasía que mi estado me provocara. «¡Carolo del Pinar!» me dijo con una voz ronca que retumbaba en todo aquel jardín encantado, «soy el brujo de las Tres Mil Flores y necesito que me ayudes». Temblaba de miedo ante aquellas directas palabras, pero no me quedó otra cosa que aguardar y escuchar aquel anciano que necesitaba mi ayuda. Recuerdo que vestía una túnica azul océano y sobre la misma parecía coleccionar cientos de dibujos de niños cargados de color. Un sol amarillo, un tulipán rojo, unas nubes rosas y blancas, peces de colores, gaviotas blancas y grises, caras sonrientes y todo un mundo de alegría y felicidad. Su rostro mostraba al de un anciano feliz, guardado bajo una larga barba blanca y sobre su cabeza, una larga cabellera cana le caía a ambos lados de los hombros. Yo miraba pasmado aquella imagen mientras él continuaba con sus palabras:

»Me han encerrado. Yo preví hace años que una horrible sequía arrasaría los mejores pastos de animales. Les advertí que debía guardar el agua, no malgastarla. Pero a nadie parecieron serles ciertas las palabras de un viejo loco. El agua escaseó, los animales perecieron, las plantas se desvanecieron y todas las culpas fueron para mí: para el brujo de las Tres Mil Flores.  Ahora todos creen que yo soy el culpable de esa desgracia porque lo deseaba o porque les he querido castigar como dicen algunos.

El caballero pronunció aquellas palabras imitando al brujo, con una voz entrecortada y compungida. Después, se quedó en absoluto silencio con la mirada posada en el suelo. Todos los allí presentes aguardaban el comentario de la princesa Leonora, pero ella también estaba terriblemente paralizada. No entendía nada y jamás había escuchado hablar sobre ese brujo. Le pidió a alguno de sus criados que juntara su gran sillón con el de Carolo, porque quería saber más, estrujarle hasta la última palabra. Cuando la princesa se acercó al valeroso caballero, este la miró precavido y con lágrimas en los ojos. Y con una voz apenas perceptible para los oídos de la princesa, suplicó:

− Tengo que salvarle.

La princesa Leonora entendió la importancia del asunto. Se reclinó en el sillón buscando de nuevo los ojos de su abuela, pero una sombra producida por el apagón de una vela le impidió ver con claridad aquel retrato. Sintió un leve escalofrío y ordenó que cerraran la única ventana que aún permanecía abierta en aquel gran salón. Seguía recordando las duras palabras de su padre, tan violentas, tan directas. Estaba desobedeciendo una orden que llegaba directamente del rey de la aldea, ella, su propia hija. Sin embargo, aquella historia la había trasportado a un mundo nuevo, lleno de luz y de vida, alejado de la cada vez más tétrica y oscura realidad. La princesa acercó sus rosados y dulces labios a la oreja del caballero y susurró:

− ¿Y no tienes idea de dónde está?

Carolo del Pinar sí lo sabía, el propio brujo se lo había dicho en un hilo de voz cuando el sueño ya parecía haber terminado. Jamás olvidaría aquellas palabras pronunciadas por aquel brujo anciano cuando parecía que se lo estaba tragando el abismo. El caballero primero asintió con movimientos progresivos de su cabeza, miró de un lado a otro para evitar una escucha indiscreta y volvió a acercarse al rosto de la bella princesa para responderle. Desde aquella distancia, la dama era mucho más hermosa. La tez blanca, casi trasparente, dejaba entrever sus venas azules y su sangre roja que corría por ellas a gran velocidad. Olía a fragancia de rosas. En sus pequeñas orejas, dos diminutos pendientes colgaban embelleciendo aquel fino y delgado cuello. Algo de color en sus mejillas ofrecía un rostro sano. Sus ojos, claros y pequeños, parecían reflejar la inmensidad del océano, para Carolo aquellos ojos parecían hablarle solos y mostrarle la impaciencia ante aquella respuesta.

− Lo han encerrado en el “País de las Flores”.

Y fue entonces cuando la dulce princesa palideció. Abrió su penetrante mirada hasta producir un raro efecto que el caballero adivinó como un gran asombro.  Ella sabía dónde se encontraba ese país. Y ese país no estaba en absoluto lejos de aquel castillo. En ese país ella había vivido maravillosos juegos de infancia con su madre. Para ella aquel nombre tenía tan elevado sentido emocional que no pudo evitar ponerse a llorar de forma muy sutil ante aquel bravo caballero. Él vaciló. No sabía si consolarla o indagar sobre los motivos de su llanto. Pero ella detuvo cualquier nueva intervención de Carolo. La bella princesa deseaba tomar el turno de palabra. Enjuagó las pocas lágrimas que se desprendían de sus ojos, cogió aire, y dijo:

− Yo sé dónde está ese país.

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