PETER PUPPET (III)

Los señores Krupp no tenían hijos y por ello no tuvieron problemas en dejar su país para venirse al nuestro. Tampoco tenían familia ni amigos. Eran tan odiosos que no tuvieron ni una madre que les aleccionara. Por suerte para ellos se encontraron el uno al otro. Aquel centro de internamiento juvenil era odiado por todos. Estaba a las afueras del pueblo norteño y nadie se acercaba allí jamás. El señor Krupp consiguió que el orden y la disciplina fueran el plato fuerte de aquel lugar. La señora Krupp educó a aquellos niños y se enorgullecía viendo como todos estudiaban sin pestañear ni levantar la cabeza del papel. La señora Krupp pasaba por los pasillos que se formaban entre los pupitres de los muchachos fustigando a cada uno si notaba su respiración. Entre las hojas de Peter Puppet más de uno de esos chicos moría ahogado evitando ser fustigado por la señora Krupp.
Las comidas eran saladas. Como castigo el señor Krupp, que era quien se ocupaba del comedor, les quitaba los vasos de agua a los niños que se portaban mal. Para los señores Krupp, tener un mal comportamiento significa toser o estornudar porque manchaban con sus desagradables ruidos la paz del aquel maravilloso lugar. Más de un crimen causado por la sed se vio obligado a investigar Peter Puppet.

Cuando cumplió los dieciocho años pudo salir de allí. Su buena fortuna hizo que se adelantara y su madre lo pariera el treinta y uno de diciembre. Si hubiese nacido en su día tal vez tendría que haberse esperado un año más. Él no lo sabía, pero su destino siempre estuvo marcado. El día en el que Pedro Pelele vino a este mundo, se cometieron cinco asesinatos en el pueblo norteño. Los cinco fueron matados en extrañas circunstancias y nunca consiguieron averiguar lo que pasó. Posiblemente, si Peter Puppet supiera de estos crímenes, cogería su libreta rústica de tapas duras y negras y prueba a prueba daría con el asesino.

Pedro Pelele entró en el despacho del señor Krupp. Antes de entrar, descubrió que la puerta se había quedado entreabierta. La señora Krupp, tan obesa como siempre, no había podido entrar por aquella ranurita. Entonces, se armó del valor que le robó a Peter Puppet y empujó con suavidad la puerta. El señor Krupp ventilaba la habitación colgado de la lámpara. Era obvio que él mismo se había colgado de allí, pero Pedro Pelele decidió que era el momento de investigar por primera vez un asesinato real.

Mientras los forenses y criminólogos recogían las pruebas de lo que apuntaba ser un horrible suicidio, Peter Puppet se paseaba por el cuarto buscando alguna pista que le llevaran al asesino. Con sumo cuidado se colocó unos guantes de látex que robó del maletín del forense y se embarcó en la búsqueda de las pruebas. Como su presencia alteraba a los profesionales, se vio obligado a retirarse de la escena del crimen hasta que todos se hubieran ido. Al anochecer, regresó a aquel antro. 

Maldecía que en los diez años que estuvo allí encarcelado no pasara nada interesante. Sabía que el señor Krupp lo había hecho completamente adrede para no dejarlo ir jamás. «¡Ay señor Krupp! ¡Qué hasta muerto buscas castigarme!» pensaba al tiempo que se tiraba al suelo en busca de pistas que lo llevaran al asesino. 
Entre los objetos valiosos que encontró estaban cáscaras de pipas, envoltorios de bombones y de caramelos, gusanitos, palos de chupa chuses y piruletas y lo más importante, la prueba del delito. Un pendiente de oro del que caga el moro se escondía detrás de una de las patas de la estantería. Pero su escondite no fue lo suficientemente bueno como para que Peter Puppet no diese con él.
Continuará…

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