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III GIN TONIC

¡¡Hola a todos!! Por fin es viernes y eso significa que tenemos por delante todo un fin de semana para disfrutarlo. No me había olvidado de vosotros, ni mucho menos. Quería esperar al viernes porque he pensado que es un gran día para publicar el tercer capítulo del relato Sabor a cayena y a miel. Me encanta saber que os está gustando. La historia se pone cada vez más interesante. Muy pronto sabremos qué le ocurre a María con este amor misterioso que ha aparecido en su vida cuando menos lo esperaba.

Disfrutad de la  lectura y recordad compartirlo para que llegue a más lectores.

Un fuerte abrazo.

III. Gintonic

Salieron del restaurante entre risas y cogidos de la mano. Varios guardaespaldas les esperaban en la entrada. Se subieron al coche oscuro con los cristales tintados que les esperaba en la puerta. La invitó a acompañarle a su casa. María estaba nerviosa. No podía creer que ciertos sentimientos de la juventud volvieran a florecer. Temía ser una insensata chiquilla con cuerpo de vieja.

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Todo le impresionaba. Ernesto salió rápido del coche para abrirle la puerta. Le extendió la mano para ayudarla a salir del coche y entraron en la casa. Notaba el palpitar del corazón en el pecho. Una doncella le cogió el abrigo y se retiró. Ernesto la invitó a entrar en el salón. Todo estaba cuidadosamente colocado. Miró de un lado al otro curioseando. Se preguntaba qué ocurriría después. Ernesto la sorprendió por un lado extendiéndole una copa. María la aceptó, para su sorpresa, pues hacía décadas que no probaba el alcohol.

−¿Qué te parece?

−Bueno…− dubitó−, faltan flores.

−¿Flores? ¿Es lo que se te ocurre decir? –Ernesto rio con una leve carcajada. –A mí siempre me ha parecido una casa muy triste. No tiene calor de hogar.

María respiró profundamente. Ciertamente no lo parecía. Jamás cambiaría el confort de su casa por aquella gran sala preparada para grandes cenas con desconocidos con los que de poco podía hablar.

Alguien había puesto música. Era una melodía sutil que surgía desde algún lugar de la estancia. Ernesto tomó la mano derecha de María y la asió de la cintura, suavemente, acercando su cuerpo contra el suyo con sensualidad. María se apoyó en su hombro. Olía bien. Sus cuerpos se articularon al son de la música. Ernesto la miró sonriente y acercó con cuidado sus labios a los de María. No podía creerse que aquello estuviera pasando. Y lo extraño es que le estaba gustando. Estaba gozando de un instante tan íntimo que nunca, nunca jamás, hubiera imaginado que ocurriría. Ya no se sentía culpable de nada. Ya no era una mujer casada, al fin de cuentas. Volvía a sentirse joven.

Volvió a casa a la mañana siguiente. Aún estaban tirados los zapatos en la moqueta de su dormitorio. Las toallitas desmaquillantes seguían sucias sobre el mueble del lavabo. Empezó a recoger todo al tiempo que puso la cafetera en la vitrocerámica. El sonido la sobresaltó en su momento de paz.

−Mamá −escuchó a Carla al otro lado del aparato−, te he mandado un correo, ¡ábrelo!
Aquello sonaba, sin duda, como una orden. Encendió el ordenador portátil y esperó con la mirada perdida y la taza de café entre sus manos. Varios minutos después ya estaba en su pantalla la página del periódico: «Alguien había visto al presidente muy bien acompañado». Se asustó. Empezó a temer que las últimas semanas se rompieran en mil pedazos.

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(Capítulo III, Gintonic, en Sabor a cayena y a miel, tercer finalista del III certamen de relato corto Villa de Socuéllamos)

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