Según marca mi reloj, son las ocho menos cuarto de la tarde (hora española). Sobrevolamos el Atlántico sin divisar tierra cerca. Todo un enorme océano se extiende bajo mis pies. Viajamos hacia el día, por más que pasan las horas no llega la oscuridad de la noche a nuestra posición entre las nubes. Es febrero. En Madrid ya debe estar bastante oscuro. Sin embargo, el sol brilla en el horizonte con fuerza negándose a desaparecer por unas horas para dejarle a la luna lucir su luz más brillante. Vamos a una velocidad de vértigo a pesar de que dentro de este aeroplano no percibo apenas movimiento alguno. Estoy feliz. O,…


