LEYENDAS COLONIALES (II)

Los Rona se ocuparon de que las ceremonias de sus hijas se celebrasen por todo lo alto. Aquel día fue recordado por todos los vecinos durante mucho tiempo. Se sentía la dicha de la familia por cada rincón de la decoración, en cada bocado del cáterin y en cada canción que tocaba la banda cubana. Los ojos de Elisabeth brillaban como dos destellos brillantes. No podía ser más feliz.


El señor Rona nunca quiso permitir que ninguna de sus hijas tuviera que malvivir ni pasar penurias. Por eso les ofreció, a las dos por igual, dos viviendas dignas de las señoritas Rona. Las casas estaban separadas por un pequeño jardín botánico para el que mandaron traer las más bellas plantas de todo el mundo. La mezcla de olores hacía que los alrededores tuvieran un aroma peculiar y característico.

A las pocas semanas, Gabrielle anunció que estaba en estado. Aquella noticia lleno de felicidad, aún más si cabía, a toda la familia. Elisabeth se alegró muchísimo por su hermana, a la que adoraba. Ella también andaba buscando aumentar la familia, pero parecía que aún no había llegado el momento. Elisabeth no pudo reprimir las lágrimas cuando nueve meses después sujetaba con dulzura a su sobrino entre sus brazos. Comenzaba a sentir una rabia que no quería sentir. Empezaba a preguntarse cuál sería el problema por el que ella no podía ser madre. Cada mes se le hacía más complicado mantenerse altiva. Juan Ramón la animaba continuamente asegurándole que pronto les llegaría el momento.

Pasaron los meses y pasaron los años. Gabrielle volvió a anunciar la llegada de un nuevo Rona a la familia. Aquella noticia no fue tomada con tanta celebración como la primera. Todos sabían que para Elisabeth la idea de ser madre estaba empezando a ser un trance amargo. Elisabeth no dijo nada, tan solo sonrió y besó a su hermana antes de retirarse de la cena familiar. Temía que la vida estuviera castigándola por no haber hecho bien las cosas. El paso del tiempo empezaba a debilitar su matrimonio. Sopesaba con Juan Ramón la posibilidad de que su cabezonería por estar juntos hubiera propiciado todo aquello. Las duras palabras de Elisabeth lo herían en lo más profundo de su alma, pues él la amaba cada día más y por encima de todas las cosas, y sentía que su vida se apagaba con cada llanto de su esposa. Tampoco entendía por qué Dios los castigaba con aquel silencio. Sin embargo, estar juntos debería serles suficiente para sentir la felicidad plena. 

Meses después de que Gabrielle diera a luz a su tercer hijo, Elisabeth recibió la buena noticia. Al fin se había quedado embarazada. Desde entonces todo cambió en ella. Y también en él. Ambos recuperaron la llama de amor que estaban dejando que progresivamente se apagara y disfrutaron, aunque con temor, de la llegada de su primer hijo. Gabrielle y Elisabeth recuperaron una relación que se había ido distanciando. Elisabeth la evitaba y Gabrielle no quería acercarse a ella por temor a propiciarle unos celos que no pretendía. Pero desde entonces, Gabrielle aprovechó para ser la más fiel consejera de su hermana. Elisabeth volvió a recuperar la cercanía con sus maravillosos sobrinos. Eran tres hombrecitos fuertes y sanos. Cada día los veía más guapos y maravillosos. Para Elisabeth la vida había vuelto a coger ese aroma a jardín botánico con el que ya vinculaba la felicidad y la dicha.


Unos fuertes dolores alertaron a todos. Elisabeth se había puesto de parto demasiado pronto. Juan Ramón corrió en busca de un doctor mientras Gabrielle se quedó junto a su hermana ofreciéndole palabras de alivio. Era evidente que algo no iba bien. Los gritos de Elisabeth retumbaban en todo el Océano Atlántico y las gaviotas levantaban el vuelo espantadas. Gabrielle veía extraño aquel dolor tan insoportable. Conocía perfectamente los horrores de un parto, pero los dolores que reflejaba su hermana eran aún más intensos. No podía reprimir las lágrimas al verla así. Apenas le quedaban más palabras de consuelo. Elisabeth perdió el conocimiento antes de que llegara el doctor.

Las horas se hicieron eternas y el calor era insoportable. Elisabeth parecía que había sido barnizada por todas partes. Regresaba en sí a duras penas y volvía a desvanecerse. No conseguía empujar a pesar de que era lo que tenía que hacer. El niño luchaba por salir desde sus entrañas; el pequeño ponía todo de su parte para conseguirlo. La sangre corría como una cascada hasta el suelo. Gabrielle no daba abasto con los paños limpios. Aquello parecía una macabra sangría. Juan Ramón permanecía hipnotizado junto a su esposa. No decía nada, no parpadeaba y su corazón apenas latía. Su tez blanca lo acaba por convertir en una estatua de piedra. Tomaba la mano de su esposa con fuerza. Pero ella no tenía fuerzas para responderle el consuelo. Su piel estaba fría como el mármol. El doctor tuvo que valerse de sus propias manos para sacarle al bebé. Para ello la desgajó más y más y sus gritos ahogados se veían interrumpidos por nuevos desvanecimientos. El dolor le hacía perder la conciencia. Gabrielle y Juan Ramón se miraban espantados. No podían soportar verla en aquel estado. Aquello parecía una horrible pesadilla de la que deseaban despertar.

Elisabeth volvió en sí  con el débil llanto de su bebé. Era muy pequeño. Tan diminuto que daba miedo tocarlo por si le hacían daño. Elisabeth lo tomó entre sus manos y se lo apoyó en el pecho. Sentía como su entrecortada respiración se cruzaba con la de su pequeño. Juan Ramón se acurrucó junto a ellos. Notaba cómo la piel de su esposa desprendía halos de frío. No podía reprimir las lágrimas. Gabrielle se acercó a ellos para besar con dulzura a su hermana y al niño. Después se fue bañada en lágrimas. 
Continuará…
amacrema

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