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LEYENDAS COLONIALES (III)

Pasaron varias horas allí agazapados bajo la suave brisa del océano. Elisabeth pronto se fue. Sonriente y bella. Sus largos mechos revoloteaban por la almohada, vibrando levemente por el aire fresco que cruzaba la ventana. Los aullidos de Juan Ramón sonaban ahogados. Miraba a su bebé que aún dormitaba sobre el pecho de su madre. Apenas se notaba el movimiento de la respiración en su pequeño cuerpecito. Pasó la noche en vela observándolo, sin querer moverse ni tocarlos. Mantenía la esperanza de despertar y ver que todo seguía igual que unas horas antes. Le era imposible imaginar que la vida se le hubiese roto en mil pedazos en un solo instante. 

Volvió a salir el sol brillante y abrasador de La Habana. Muchos los familiares y amigos se acercaron para dar a Elisabeth el último adiós. Tomó al bebé en sus manos para que pudieran asearla y prepararla para el sepelio. Fueron pocas las horas que distaron desde que murió su esposa hasta que su hijo también se fue. Su corazón dejó de latir. Sin más. Era tan pequeño que le era difícil imaginar la belleza del milagro de la vida. Una vida que apenas duró más de diez horas. Y lloró. Lloró como nunca antes lo había hecho. 

Como era tradición, enterraron a la mujer y a su bebé juntos en la misma tumba. Se solía colocar el cuerpo de la madre en la caja y el cuerpo del pequeño a sus pies, para facilitar la identificación de los huesos en el momento de la exhumación.  

Fueron días y noches muy duros. Juan Ramón no podía creer que todo hubiese acabado de aquella manera. No entendía qué habían hecho para recibir tal castigo. Cada día paseaba hasta su tumba con un ramo de flores frescas. Jamás creyó que su mujer hubiera fallecido. Puso un llamador sobre el mármol para despertarla y poder conversar con ella, al menos, unos instantes más. Tocaba tres veces, sigiloso, impaciente, y hablaba. Hablaba sobre todo y él sentía sus respuestas. Nadie se atrevía a llevarle la contraria, para él aquello era un consuelo. Pasaron los años, y la vida quiso llevarse a Juan Ramón con su amada, allá donde estuviera. Dijeron que se fue por pena, pero la verdad es que se fue para volver a abrazarla una vez más. Sentía que su felicidad estaría con ella para siempre. 

Los familiares decidieron entonces exhumar el cadáver de Elisabeth para que los amados pudieran descansar juntos, y junto a su bebé. Muchos se acercaron hasta el gran cementerio de La Habana para ser testigos de aquella unión eterna, por ello hubo muchos testigos de lo que sucedió después, un hecho que convertiría a la bella Elisabeth en leyenda para siempre. Los huesos del pequeño bebé reposaban ahora sobre el pecho de su madre y no a los pies como habían sido enterrados. Se escuchó un suspiro profundo de todos los allí presentes, pero nadie dijo nada. Apenas se sabía qué se podría comentar en aquel momento. Se trataba, sin duda, de un milagro. Elisabeth no quiso renunciar a abrazar a su pequeño bebé y dormir junto a él eternamente. Enterraron a los dos amados enlazados sin separarlos, y mantuvieron el mármol gris con el llamador que con tanto amor había preparado Juan Ramón, para hablar con su esposa. 

El milagro pronto se extendió entre las calles y gentes de La Habana. Un día, una joven habanera se acercó hasta aquella tumba llorosa. Había oído tanto hablar sobre la bella Elisabeth que creía que la conocía desde siempre. Llamó tres veces a su tumba, despacio y con la mano temblorosa. Necesitaba ayuda, a la desesperada, y no dudó en acercarse hasta allí. Tan solo tenía una súplica: ser madre. Le prometió, si la ayudaba a concebir, una placa de agradecimiento y flores frescas cada semana. Volvió cada mes que le llegaba el periodo; llorando desesperada, agarrándose a la única esperanza que le quedaba. Hasta que, al fin, un día, la buena noticia se hizo real. Estaba estado. Apenas contó la noticia a su esposo y a toda su familia, corrió con un gran ramo de flores y una placa agradeciéndoselo a Elisabeth. Siguió yendo cada semana con su ramo de flores, como le había prometido. Y de repente, un día, descubrió que no solo su placa adornaba la tumba de Elisabeth, ni tampoco eran las suyas las únicas flores frescas que coloreaban aquella tumba sobre las demás. Había otra placa y había otro ramo. Y así, con el tiempo, se fue llenando de placas y de ramos de todas aquellas mujeres que, como ella, había conseguido que el milagro de la vida creciera en su seno. La llamaron, desde entonces, La Milagrosa. 

amacrema

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