¡Hola a todos! ¿Cómo estáis? Estamos a una semana de que llegue el fin de semana de los santos y ya sabéis que a mí me encantan estos días.
Son días en los que empieza verdaderamente el frío. Estamos ya de lleno disfrutando del otoño, un sol que se esconde enseguida para dejarnos disfrutar de la noche, degustando buñuelos de viento y castañas asadas.
Y yo quería recuperar un relato terrorífico que se ambienta en una casa de mi localidad: Villa Dorita. Son muchas las leyendas las que se cuentan sobre aquella casa, pero yo he querido crear la mía. Aquí os la dejo para que la disfrutéis. Si os gusta, compartirla para que llegue a más lectores.
LOS EXTRAÑOS SUCESOS EN VILLA DORITA
Cuentan los habitantes del pueblo que hace mucho tiempo un hombre amó a una mujer. Sin embargo, aquel varón estaba condenado a la unión con otra esposa para siempre. La bella dama, triste y desolada, tuvo que salir del pueblo por la deshonra que procuró a sus familiares.
Pasados los años, aquella bella dama regresó. Pensaron que ese amor ya habría terminado, pero no hay que subestimar los poderes del amor. Una tarde de otoño, bajo un paisaje anaranjado cubierto de hojas caducas, los amantes volvieron a encontrarse. Sobraron las palabras, se miraron, se sonrieron y, después, lloraron. El tiempo no había podido eliminar aquel sentimiento, que ya creían maligno.
Aquel hombre enamorado ideó un plan. Nadie podía saber que se habían vuelto a encontrar, ni que su amor aún mantenía la llama encendida. Salió a las afueras del pueblo buscando un lugar hermoso, tranquilo y alejado, y empezó a construir una pequeña casa con sus manos. Cuando la hubo terminado la pintó de rojo, color de la pasión y del amor profundo. Sobre la puerta, con una bellísima caligrafía, escribió: Villa Dorita, en honor a su bella amada.
Salió entonces en busca de la dama y ella, a pesar de que estaba aterrada por si los descubrían, corrió junto a él; presa de la felicidad y el pánico. Dorita no lo podía creer. Parpadeó varias veces ante aquella hermosa casa, hecha con amor, que tenía su nombre escrito en la entrada. Él se acercó brevemente a su oído y le susurró: «Aquí no nos verá nadie. Seremos libres de amarnos». Y así fue. Entre aquellas paredes creció y maduró un amor tan profundo que nadie ni nada podría romperlo.
Sin embargo, la esposa del hombre enamorado empezó a sospechar. Un día de finales de otoño, cuando cayó la noche y el frío arreciaba sus huesos, salió en busca de su esposo siguiendo el aroma de su cuerpo. Y descubrió la casa. A través de sus ventanas observó la mayor deshonra que podría ver una esposa: su marido amaba a otra mujer.
Esperó paciente a que él saliera de la casa. Lo hizo al amanecer, cuando los primeros rayos de sol ya despuntaban por el horizonte. Lo vio feliz. Silbaba mientras caminaba deprisa de regreso a casa. Ella no lo podía dejar así. Aquella era la casa de la deshonra. Hizo fuego y lo arrojó a las cortinas. Aquella casa empezó a arder tan deprisa que Dorita apenas tuvo tiempo para despertarse. El humo la dejó seminconsciente en la cama, sin fuerzas para ponerse a salvo.
El hombre se percató del fuego desde la lejanía y corrió. Corrió de vuelta a su casa para salvar a la bella Dorita, pero fue demasiado tarde. Fuera, como mera observadora, descubrió a su mujer. La miró con rencor y rabia, como nunca antes lo había hecho. La asió del cuello tan fuerte que la ahogó en minutos. La dejó caer al suelo y, cegado por el odio y la impotencia, entró en la casa para buscar a Dorita y abrazarla una vez más.
El fuego crecía y crecía y abrasaba todo lo que pillaba a su paso, pero él encontró a Dorita, su bella Dorita, calcinada sobre la cama. Justo donde la había dejado plácidamente dormida apenas unos minutos antes. Corrió a abrazarla y besarla hasta la eternidad. Y allí, para siempre, vivió el amor. Y el odio.
Íñigo cerró aquel libro tan oscuro y observó las caras de sus amigos. Todos miraban compungidos por aquella triste historia. Amelia no se creía ninguna palabra. Su padre ya le había dicho que todas esas historias sobre aquella casa eran pura patraña. «¿Y si vamos esta noche a la casa?», preguntó Gonzalo. Lo miraron entusiasmados ante la genial idea. Aquella noche podría resultar muy divertida.
Llevaban varios días pensando qué organizar para la noche de los muertos vivientes. La pequeña Blanca no lo tenía tan claro. Todo aquello de los muertos le daba un poco de miedo. «¡Venga! Si no va a pasar nada. Todo esto no son más que leyendas absurdas», la animó Amelia, quien empezaba a encontrar todo aquello bastante interesante. «Está bien», se animó, «pero nada de hacer cosas raras».
Por la noche, se cargaron de bebidas y bolsas de snaks para pasar una larga velada y se encaminaron hacia la casa. Todo estaba muy oscuro y hacía bastante frío. Parecía que aquello había sido totalmente abandonado. Tras media hora de paseo, la casa roja apareció ante sus ojos. El fuego aún podía sentirse entre sus muros.
El letrero de Villa Dorita estaba bastante corroído por el paso del tiempo, pero aún podía leerse con casi plena claridad. No quedaban puertas ni ventanas, el fuego las destruiría por completo. Los jóvenes entraron y se dispusieron en una de las habitaciones. No quedaba ningún mueble, tan solo algún espejo en la pared, la cocina desconectada y jirones de telas colgando de los huecos de las ventanas.
Pasadas las horas, Gonzalo sacó una tabla de madera y un vaso. «¿Jugamos?» Preguntó animado, levantando la curiosidad de todos los demás. Blanca se levantó del suelo y se encaminó hacia la puerta. «He dicho que no quería hacer ninguna tontería», Jorge se levantó a por ella y la besó dulcemente en los labios. «No te preocupes que nosotros no jugamos», y la abrazó con fuerza, dándole protección con sus brazos.
La pareja se cambió de habitación porque Blanca se estaba poniendo muy nerviosa. Los demás montaron la guija en el centro de la sala. Entre risas y más risas vieron que no ocurría nada. El vaso no se movía más que cuando alguno de ellos intentaba bromear y darle emoción al asunto. Nada de lo que pedían se cumplía. Ninguna señal se manifestaba para que pudieran creer que alguno de los amantes se hacía notar.
Pasadas las horas, Amelia se levantó del suelo. Tenía que volver a casa, sino, sus padres se enfadarían con ella. Entones fue cuando todo ocurrió. Amelia empezó a gritar desesperada. Parecía haber enloquecido. Lloraba y gritaba al mismo tiempo y empezó a señalar el espejo que presidía aquel cuarto. Dorita estaba allí. Emitía una sonrisa maléfica. Su rostro estaba desfigurado por las quemaduras. Blanca se acercó corriendo hasta donde provenían los gritos. Algo estaba ocurriendo.
Miró en la misma dirección que Amelia y vio a la esposa despiadada con los ojos fuera de las órbitas y el rostro morado. La miraba con ira. Blanca comenzó también a gritar de pánico. Los demás chicos no veían nada por más que seguían con la mirada la misma dirección que Blanca y Amelia. El vaso reventó en el suelo, saltando cristales por todas partes. Muchos de ellos se clavaron en los muchachos y empezaron a sangrar.
La cocina empezó a arder, a pesar de que parecía que aquello estaba roto y sin posibilidad de uso, después de tanto tiempo. Gonzalo no daba crédito. Su curiosidad le había llevado a intentar encenderla un par de horas antes. Juraría que estaba inservible. El fuego se hacía cada vez más intenso y amenazaba con abrasarlos a todos. Jorge tomó a Blanca de la mano, pese a que continuaba histérica, e intentó salir de aquella casa.
Pero era inútil, el fuego se había propagado por la puerta haciendo imposible el paso. Todos empezaron a lloriquear y a pedir socorro. Ante sus miradas, el hombre enamorado apareció en la sala embravecido. Corrió hacia el espejo y volvió a asir a su esposa del cuello. Las llamas dejaron de crecer y dejaron paso hacia la salida. Todos corrieron hacia el exterior de la casa.
Una vez fuera observaron que todo volvía a estar tranquilo. Las llamas habían desaparecido. Tan solo se escuchaba el viento, que producían un leve grito de terror. Aún latían sus corazones a mil por hora. Se miraron extrañados los unos a los otros con lágrimas en los ojos. No entendían qué había ocurrido allí. Volvieron a sus casas con el miedo en el cuerpo, pero sin atreverse a contar que habían molestado a los amantes. Disimularon entre ellos mismos que nada de aquello había ocurrido y no se volvió a hablar del asunto.
Años después, Blanca y Jorge escucharon a uno de sus hijos quedar con sus amigos para la noche de Halloween: «Seguro que no pasará nada» decía a través del teléfono, «pero ¿tú sabes exactamente dónde está Villa Dorita?» El matrimonio se miró despavorido. Cuando el joven Jorge colgó el teléfono, sus padres le dijeron al unísono: «Tú no vas a ir a Villa Dorita».
Os deso un feliz fin de semana. Gracias por leerme. Recordad compartir el post para que llegue a más lectores.
amacrema