SIESTAS DE VERANO (2)

2. Las redes sociales

Tengo que asumir que las redes sociales es lo peor que se ha inventado en los últimos cien años. O, mejor dicho, es el mejor invento para perder el tiempo, o para matarlo, según queramos verlo.

En un incontrolable descuido he repasado mis cuentas, por si tenía alguna novedad (que no tenía ninguna, por cierto). He deslizado mi dedo hacia abajo de la pantalla una y otra vez, buscando alguna noticia interesante o alguna foto peculiar. Y he observado un dato curioso, que tal vez podría ser objeto de estudio en una tesis sobre sociología: la gente solo sube las fotos de sus divertimentos, como si estuviésemos en una fiesta continua o siempre de vacaciones. Como es mi caso, que mi última actualización es de mi fin de semana en la playa haciendo creer a todos que ya estoy de vacaciones. Es una fotografía muy sensual: de espaldas, frente al mar, sintiendo cómo la brisa revolotea mi pelo mientras yo sujeto la pamela para que no se me escape. Miro cada diez minutos, aproximadamente, los “me gusta” y comentarios que comparten mis amigos.  Tal vez el único interés que tenía al subir esa foto haya sido dar envidia. Pero, ¿a quién? ¿A quién le importa verdaderamente lo que yo haga con mi vida?

Actualizo varias veces mi mail, por si internet no me actualiza bien, y miro la hora de mi teléfono móvil… ¡Qué horror! Acabo de perder casi media hora haciendo…. ¿nada? Vuelvo al trabajo angustiada, intentando recuperar ese tiempo perdido cuando Lola, mi mejor compañera de trabajo (puesto que nuestra relación no va más allá del horario laboral), se acerca a mi mesa sonriente y me pregunta: “¿Amanda, vamos a desayunar?” Y no lo entiendo como una pregunta, sino como una afirmación rotunda. “Sí, claro, vamos a desayunar”.

En ese momento, tomo la decisión de terminar con todas mis redes sociales. Borrarlas. Hacerlas desaparecer para siempre de mi vida. Pero me arrepiento en el último momento, claro, y no lo hago. ¿Cómo voy a ver, entonces, las fotos de todos mis “amigos”?

Vuelvo del desayuno con las pilas bien cargadas y con el ánimo suficiente para terminar lo que había empezado y ponerme con el reportaje que llevo aparcando desde el lunes. Pero no estoy sentada ni un segundo cuando mi jefe, ese hombre trajeado que siempre parece distante hasta que sale con nosotros al bar y se toma un par de copejas, sale de su despacho con cara preocupada y nos hace callar a todos. Nos mira. Respira profundo y se pone en posición jarra observando a todo su personal sentado en sus cabinas de trabajo y con la mirada puesta en él y dice: “Charla motivadora”. Y vuelve a entrar en su despacho, esta vez sin cerrar la puerta, a la espera de que todos los redactores entremos tras él. Ese tiempo es suficiente para resoplar mientras nos miramos los unos a los otros y hacemos gestos de desaprobación y resignación. ¿Charla motivadora? ¿Otra vez? ¡No me lo puedo creer! Y ya es la segunda de la semana.

Y es en ese momento cuando el preocupado jefe trajeado empieza a pedirnos opinión sobre cómo podríamos darle mayor proyección a la revista. Todos pensamos mil ideas que van desde transformar la portada hasta las secciones del interior. Pero callamos como crueles traidores por miedo a hacer el ridículo (alguna vez alguno se ha atrevido y no tuvo final feliz su propuesta). Su único fin es darnos palabras de aliento, refuerzo y motivación: si la revista va bien, todos ganamos. Y tiene razón, pero la competencia es cada día más dura y es muy difícil sacar un número realmente interesante. Por suerte tenemos lectores fijos que se interesan por ella, publiquemos lo que publiquemos. Salimos todos de vuelta a nuestros cubículos y empezamos el debate de las mejores soluciones para la revista. El pobre jefe trajeado se queda pensativo hojeando la revista y observando a sus empleados cuchicheando a través de sus ventanales.

Decido volver a abrir el Facebook; tal vez hayan incrementando los likes en la foto de la playa.

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