EL MISTERIO DEL BRUJO DE LAS TRES MIL FLORES (13)

¡¡Por fin el nuevo capítulo de El misterio del Brujo de las tres mil flores!! Me complace enormemente que os esté gustando tanto, es muy satisfactorio.  Espero que disfrutéis de este nuevo capítulo. Y recordad compartirlo para que llegue a más lectores.

¡¡ Muchos besos para todos !!

 

Capítulo 13

 

el misterio del brujo de las tres mil flores 13Pasaron precavidos a la pequeña casa de madera. La puerta azul se mostraba cascarillada por el paso del tiempo, costaba algo de trabajo ver con claridad el color. Sin embargo, un flamante llamador amarillo hacía indiscutible la idea de que se encontraban en el lugar adecuado.

Olía a húmedo, a vacío y a abandono en aquella pequeña estancia. Un par de camas rodeaban una improvisada lumbre en medio del habitáculo. La princesa Leonora observó curiosa los restos de una comida podrida en unos platos de hojalata. Para ello aquello era sorprendente. Desconocía en rotundidad cómo vivían los aldeanos, qué comían o cómo eran sus camas. Por un instante se olvidó del motivo por el que estaba allí. No había retratos en las paredes que le mostrara la imagen de los que allí vivieron. Vio en el suelo un retal de tela de colores que tomó en sus manos. Al estirarlo, descubrió que se trataba de una muñeca muy imaginativa hecha con distintos trozos de tejido superpuestos y dibujadas las facciones de la cara. Aquella muñeca le pareció fascinante. Sonreía de manera muy evidente. ¡Era tan diferente a las que ella tenía en su castillo!

Un golpe en el suelo la hizo regresar a donde estaba. Venía de la habitación contigua. Entró deprisa, aunque algo temerosa. Carolo estaba allí, rebuscando entre los estantes algún libro. La princesa se asombró aún más. En aquel habitáculo diminuto se encontraba todo un mundo maravilloso. Las paredes estaban llenas de dibujos de seres extraordinarios. Una gran mesa ocupaba gran parte de la pequeña sala. Sobre ella, los folios parecían haber sido olvidados, junto a tinteros y plumas. Le parecieron espectaculares los colores de los dibujos. Alegres imágenes, llenas de luz y de color, mostraban peces que andaban o pájaros gigantes y sonrientes, acompañados de niños en el bosque.

Miró pausadamente cada uno de aquellos dibujos. Hasta que encontró la imagen del brujo de las Tres Mil Flores sonriente. Se mostraba ante un bosque verde, con flores rosas y azules. Parecía hablarle a los pajarillos que revoloteaban sobre su cabeza. Detrás de sí, una fresca y clara cascada caía con desdén formando un río y un lago trasparente. Podían verse reflejados los peces de colores, que saltaban de un lado para otro creando ondas en el agua.

La princesa Leonora volvió su cabeza intentando llamar la atención del caballero, pero Carolo buscaba incansable el libro entre las cajas amontonadas y los objetos que decoraban los estantes. Arrastró con sumo cuidado las yemas de sus dedos por la imagen. Aún podía sentir las rugosidades del papel y las líneas de la pintura. En el margen derecho encontró la firma de su autor: Rodrigo. Aquella era sin duda la casa a la que les había mandado Pepín. Leonora se dio cuenta de que detrás del dibujo, la pared tenía un hueco. Tocó, para asegurarse, con la misma delicadeza varios de los dibujos de los lados. Bajo aquellas pinturas, podía sentir el frío y la uniformidad de la pared. Quitó, entonces, con sumo cuidado el dibujo del brujo. Aún la mirada sonriente, alegre y tranquilo.

Un oscuro agujero apareció ante la mirada inquieta de la princesa. Olía a polvo y a abandono, pero no podía ver nada. Introdujo su mano derecha con temor, mientras sostenía el dibujo con la izquierda. Fue entonces, cuando al fin la princesa palpó, entre el polvo y las telarañas formadas por el paso del tiempo, un libro escondido. Lo sacó de su escondite y sopló ligeramente para poder ver el título: El país de las flores. No lo podía creer. Aquel era el cuento que tantas veces le había leído su madre en la infancia. Estaba dispuesta a abrirlo de la emoción cuando un grito de Carolo la asustó y le hizo dejar caer el libro al suelo.

− ¡No lo toques, Leonora!

Pero ya era demasiado tarde. En sus dedos aún era visible la capa de polvo que había limpiado. El libro golpeó el suelo como una bola de cristal que cae y se rompe en mil pedazos. De su apertura al azar, salió una luz llena de fuerza y resplandor. Los muchachos quedaron inertes, boquiabiertos, esperando que ocurriera algo más. De las páginas salieron pájaros, como si llevasen mucho tiempo encerrados y pudiera contar, al fin, con la libertad. También corretearon liberados conejos y ardillas. Salieron peces chapoteando en pequeños charcos que antes no existían. De una de las paredes, emergió una leve cascada de agua fría y clara que empezó a anegar la habitación ante los ojos admirados de la princesa y el caballero. Olía a verde, a naturaleza. En los rincones crecía a una velocidad asombrosa bellas flores de colores. Los pajarillos ya revoloteaban alegres por encima de sus cabezas. Se miraban alegres, llenos de júbilo. En apenas unos segundos, la imagen de la pintura se había hecho realidad. Carolo creía haber entrado en su propio sueño.

Pasados unos segundos, cuando todo parecía adecuarse y adquirir normalidad, el brujo salió de una de las páginas del libro, ante el asombro de los jóvenes. Vieron como un fatigado anciano hacía esfuerzos por salir de aquella página, entre jadeos. Tuvieron la necesidad de ayudarle porque los años le impedían tener agilidad y rapidez. Pero estaban absortos miraban la escena con los ojos como búhos, a punto de salírseles de las órbitas.

El brujo recuperó el aliento antes de pronunciar unas simples palabras:

− Gracias. Muchas gracias.

Todo se había envuelto de luz y alegría. Aquella casa había recuperado los años de esplendor. Fuera, el Sol se semiocultaba entre las nubes mostrando un rosado color al cielo. Empezó a llover. Después de años de sequía, empezó a llover. Era una lluvia fina y densa que en poco tiempo anegó las calles de la aldea. La tierra, ya agrietada por la sequedad de tanto tiempo, parecía recoger el agua como niño sediento. Carolo y la princesa Leonora salieron corriendo de la casa a disfrutar del agua. Jugaron y bailaron bajo la lluvia entre gritos de jolgorio y cánticos de lluvia.

En el castillo, todos salieron a los patios de forma muy apresurada, pues el sonido de la lluvia rozando el suelo les había asustado. Hacía años que no eran testigos de aquel regalo de la naturaleza.

Pepín sonrió. Acababa de conseguir su meta y ya salía por la trampilla de la plaza. Corría chapoteando entre los charcos, sin importarle el barro que salpicaba a sus rodillas.

El Rey ordenó que abriesen con mesura las puertas de madera que lo separaba del exterior y salió despavorido del castillo. Aquel maldito augurio se había cumplido. El impetuoso caballero había liberado al brujo. Corrió camino a la aldea seguido por varios de sus criados.

Pepín también corría por las calles, buscando a los dos muchachos que había conseguido alcanzar su cometido. De pronto, los vio de lejos, jugando entre la lluvia, riendo, saltando, abrazándose y dando vueltas sobre sí mismo. Escuchó los gritos de Rey con sorpresa. Temió ser ese el último instante de su vida. Había sido descubierto. Jamás destruyó el libro. Y entonces, al volver a sentir el placer de la lluvia rozando su cara, se alegró de no haberlo hecho. Aquel libro había estado demasiado tiempo oculto. Era el libro de la vida. El Rey miró primero con ira a Pepín, después desvió su mirada hacia el lugar de la alegría y los gritos. Llamó a su hija con voz tenebrosa. Le había desobedecido.

Pero en ese instante, la lluvia dejó de ser ligera y apacible. Las nueves se tornaron en negras y amenazantes. El Sol se ocultó por completo y unos truenos, acompañados de resplandores de luz, inundaban de un ruido ensordecedor el ambiente. La princesa Leonora se desplomó en el suelo ante la sorpresa de todos. Carolo la tomó entre sus brazos con la intención de regresar al interior de la casa y dejarla descansar en una de las camas. Pero el Rey le ordenó soltarla y mandó a sus criados que la llevaran de vuelta al castillo.

− Desaparece sucio galán.

Pronunció sus palabras como una espada punzante y lo dejó solo y desolado en medio de la calle y bajo una densa manta de lluvia que complicaba la visibilidad a pocos metros.

 

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