Por fin podéis disfrutar del cuarto capítulo de El misterio del Brujo de las tres mil flores, dejaos enamorar por el cuento que ya ha conquistado a cientos de lectores.
Capítulo 4
− Padre, acaba de llegar un huésped al castillo.
La princesa ignoró la intranquilidad de su padre y continuó con su propósito ante aquella visita. Le contó por qué había decidido abrirle las grandes puertas, qué le había dicho él para convencerla, cuál había sido la reacción de todos sus súbditos, en qué estado tan lamentable se encontraba aquel caballero. Pero ninguna de sus palabras consiguió que cambiara de actitud. El viejo rey miraba a su hija aturdido, extrañado. Le parecía que todo aquello ilusionaba a su única hija y eso le hacía temblar.
− Tiene que marcharse.
Las palabras de su padre se pronunciaron una vez que ella acabó todo su discurso. La inocente princesa se quedó atónita ante la aptitud de su padre. Nunca pensó que aquella falta de hospitalidad pudiera provenir de la persona a la que más amaba. Tampoco imaginó que su padre no le diera la oportunidad al único hombre que pasaba en años por ahí. La princesa intentó convencerlo de que pronto se iría. Solo necesitaba unas horas de descanso y algo de comer.
− ¡Qué se marche!
Gritó desesperado. La princesa huyó despavorida mientras le corrían leves lágrimas por las mejillas sonrosadas. Acababa de ver al mismo diablo en los ojos de su padre. Unos ojos impresionantemente grandes y amarillos se habían vuelto contra ella, desafiantes, enviándole una orden difícil de transgredir. La débil e inocente princesa llegó a sus aposentos y se tumbó en la cama para llorar en silencio. Sentía un dolor desbordante porque su actitud había herido a su padre. Sin saberlo, la inocente princesa lo había herido en lo más profundo, lo había traicionado y había llevado a cabo una acción sin su previo permiso. La delicada princesa lloraba y lloraba de pena apoyada en su cama. Cuando se hubo calmado, cambió su cama por el sillón que tenía junto a la ventana y observó el infinito con los ojos aún húmedos e hinchados.
El sol se ponía en el horizonte, reflejando aún los últimos rayos que podía. Un rayo entraba punzante por la ventana iluminando la habitación con tonos naranjas. La Luna ya cogía su puesto en lo más alto del cielo, elegante, bella y sencilla como cada noche. Esperaba ansiosa la partida del Sol para ser de nuevo ella la protagonista. La princesa observó el sosiego de la luna desde la lejanía y le pidió con todas sus fuerzas una señal, un signo para saber si había hecho lo correcto, un único motivo por el que aquel caballero debería permanecer en el castillo o, por el contrario, marcharse de inmediato.
Aquella señal llegó a modo de llamador de puerta. Apenas unos débiles golpecitos emitía alguien desde el otro lado de la puerta. La princesa le dejó paso y tras de sí apareció uno de sus criados. Este vio la triste posición de la princesa. Sabía que su padre no compartiría aquel entrometimiento en su castillo, por eso ninguno de ellos se atrevió a abrirle la puerta a pesar de saber el hambre que aquel varón llevaría consigo. Esperó un breve segundo a que la princesa lo mirara, para apenas levantar la voz, pero sí pronunciar aquellas palabras con grandes movimientos de sus labios, de tal manera que la princesa, si acaso no oía palabra, sí pudiera leer en su boca lo que le estaba diciendo:
− Ya hemos aseado al caballero como ordenó, y le hemos facilitado ropajes limpios. Ahora pide verla de nuevo para cenar con usted. Le están preparando un gran manjar en las cocinas del castillo. Todos los criados están ilusionados con esta visita, mi señora; hacía mucho tiempo que nadie llamaba a las puertas de nuestro castillo.
La princesa se sentó en su tocador para comprobar en el espejo el reflejo de su rostro. Se veía demacrada, puso algunos polvos blancos bajo sus ojos y pellizcó sus mejillas varias veces. Visualizó en pie sus ropajes y salió delante del criado hacia el gran salón del castillo.
El gran salón estaba decorado de las pinturas de sus antepasados, de duques y archiduques que pertenecían a las familias de sus padres. Entre cada cuadro un candelabro iluminaba los rostros sonrientes de cada uno de ellos. Todos los varones allí expuestos se mostraban majestuosos, de grandes barrigas y buenas melenas, mirando sonrientes al espectador. Muchos de ellos estaban acompañados por sus perros, o montados en sus caballos; siempre enérgicos y desafiantes. Una única mujer aparecía con semblante serio y triste en el centro de la sala. Aquella mujer, delgada con rostro pálido y llena de joyas, era la madre del rey. Aquella mujer presidía la comitiva de grandes hombres en el gran salón del castillo. La princesa la observaba muchas veces, desde la lejanía, cada vez que pasaba a aquel gran salón.
El fondo negro del cuadro resaltaba su imagen que aparecía iluminada por un haz de luz. Apenas se apreciaba el color del pelo porque se difuminaba con el rostro; tan solo una corona de diamantes de colores dejaba encima de la frente una franja de color negro mostrando el cabello de aquella mujer. Su vestido de terciopelo verde y sus ostentosas joyas mostraban a una mujer de la realeza. La princesa miraba hacia los ojos de la que era su abuela y le preguntaba sus dudas. Todos los criados del castillo siempre creyeron que ambas mujeres hablaban, y era cierto, porque la pequeña princesa buscaba en aquello tristes ojos el sosiego que no lograba encontrar en el castillo con su padre. Necesitaba hablar con aquella imagen, porque necesitaba conocer el futuro de aquel caballero. Por ello, la princesa intentaba visualizar los ojos de su abuela mientras se acercaba al gran salón.
La princesa detuvo su paso apenas pisó las baldosas del salón de piedra. Olvidó encontrar respuestas en los ojos del cuadro, olvidó el temor que le produjo la reacción diablesca de su padre, olvidó el llanto producido por su presencia. Permaneció inmóvil y muda observando a aquel caballero. Sus intensos ojos azules penetrantes volvieron a cruzarse con los suyos. Eran los mismos ojos buscando clemencia y compasión, pero ya nada era igual en aquel caballero. Todo había cambiado en su imagen. Jamás en su corta vida había visto la princesa a un hombre tan hermoso, tan apuesto, tan valeroso, tan joven.
El caballero había perdido su larga barba que ocultaba un rostro blanco y bello, sus labios sonrientes; tampoco le colgaba en los hombros la larga melena, sino que ya tan solo ocupaba la parte alta y posterior de su cabeza. El caballero la esperaba ya erguido, había abandonado aquella postura inclinada con la que había llegado al castillo. Sus criados le habían despojado de sus viejos ropajes y le habían vestido de nuevo con ropa nueva y limpia. Tampoco desprendían aquel espantoso olor de antes, sino que ahora llegaba al pequeño y delicado olfato de la princesa un agradable aroma a azahar y frutos rojos. El caballero miraba a la princesa en silencio y distante, mostrando con respeto y precaución una leve sonrisa, con la que pretendía encontrar en sus ojos la aprobación de su visita.
La princesa había quedado terriblemente prendada de aquel apuesto caballero. Sin embargo, aún retumbaban en los más profundo de su alma las hirientes palabras de su padre: «¡Tiene que marcharse!». Intentaba absorber con todos sus sentidos aquella imagen. Nunca, en su corta vida, había tenido contacto con ningún varón, tan solo con su padre y los criados. Los miraba de forma tan intensa que parecía que quería captar cada uno de los detalles de su cuerpo. Respiraba de forma profunda, para conservar el agradable aroma que transmitía. Escuchaba con detalle cualquier sonido producido por aquel caballero, podía oír hasta los ininterrumpidos latidos de su corazón. Ansiaba acercarse a él para tocarle. Deseaba tocar su cara, que antes no veía, palpar su pecho desde donde escuchaba aquel halo de vida, abrazar sus grandes y valientes espaldas de caballero. Pero las duras palabras de su padre retumbaban en el interior de sus oídos: «¡Que se marche!». Entonces la princesa, conservando la distancia prudencial que les separaba, le dijo con sutileza.
− Debe marcharse señor, aquí no puede quedarse ni un segundo más.